viernes, 17 de octubre de 2014

Micros


Enajenación


Era loco por vocación y por decisión.
Loco por gusto.
Loco porque sí.
Probó todos los tipos de locura y se dedicó a ellas con entusiasmo.
Disfrutó cada obsesión, cada alucinación, cada descenso a la depresión, cada escalada hacia la euforia.
Discutió con voces fantasmales, persiguió espectros imaginarios, se escondió de enemigos ficticios, cantó a gritos, lloró a murmullos, se enamoró de la luna, odió los ojos verdes...
Nadando en las peligrosas y frías aguas de la demencia, explorando la locura, dejándose arrastrar por la enajenación, se sintió libre, vivo, más persona, menos robot.
Pero llegó el momento en que, confuso, se percató que tan sólo quedaba una insania más a la que dedicarse.
La última.
Y entonces, con pasión y ardor, se sumergió en la cordura más absoluta.


El cuadro

Cada vez que pasaba al lado de aquel cuadro (cosa que ocurría varias veces al día...), Berta sentía la imperiosa necesidad de detenerse e intentar enderezarlo... Pero no había manera, lo moviera hacia donde lo moviera, aquella lámina seguía torcida.
Berta sabía que era una tontería, que no pasaba nada si se veía obligada a torcer el cuello para ver la imagen, que ni siquiera tenía por qué mirarlo, que no se iba a acabar el mundo por aquello pero no podía evitarlo: aquel asunto la estaba volviendo loca de frustración.
El asunto ya se había vuelto personal. Una guerra entre el cuadro y ella...y estaba claro que iba ganando el cuadro.
Los empleados de Berta contemplaban esa guerra desde lejos, algo asombrados, un tanto divertidos y bastante preocupados por aquella monomanía que tenía a su jefa enajenada. Alguien, más asustado que los demás, había intentado hacerlo desaparecer pero no había funcionado, Berta se puso furiosa y exigió el retorno del dichoso cuadro a su lugar para seguir en su lucha por mantenerlo recto.
Lo mejor, lo sabían todos, era decirle la verdad a Berta. Ese era el único modo de poner fin a esa guerra absurda.
Sólo quedaba por dilucidar quién era el valiente que le decía a la jefa que aquel cuadro estaba perfectamente alineado y que, por mucho que lo intentara, la Torre de Pisa iba a seguir torcida.

martes, 7 de octubre de 2014

Decisión




Comenzó desanudándose la corbata, el sol de agosto caía sin piedad sobre él, haciéndole sudar, resoplar y preguntarse en qué momento de ofuscación había considerado que subir hasta allí para suicidarse era una buena idea.
La corbata acabó en el bolsillo de su americana que, a su vez, acabó sobre su hombro derecho.
Empezaba ya a pensar que quizás hubiera sido mejor ahorcarse, cortarse las venas, tomar somníferos, pegarse un tiro o cualquier otra cosa que pudiera hacerse cómodamente en casa con el aire acondicionado a tope y una cerveza bien fresca a mano, cuando llegó a la cima del acantilado que había escogido para saltar al más allá. Suspiró agradecido a la brisa marina que allí arriba soplaba con fuerza y contempló, satisfecho, el magnífico paisaje. 

Era un romántico, no podía evitarlo. Era un romántico y tenía que serlo hasta el último momento. Por eso estaba allí, por el puro romanticismo que implicaba la idea de lanzarse al mar desde aquel escarpado lugar. Lástima no tener un poema a mano para leerlo en voz alta antes de lanzarse al vacío y la oscuridad.
Había llegado el momento.
Se desnudó. Sabía que era una tontería preocuparse por la ropa cuando estás a punto de abandonar el mundo de los vivos, pero toda una vida de ahorro le impedía estropear un traje tan bueno como aquel. Así que se desnudó decidiendo, en un arranque de pudor, dejarse el slip. Dobló toda la ropa cuidadosamente, poniendo en lo más alto del montón la cartera con sus tarjetas, su dinero y su documentación, y se enfrentó al acantilado.

Extendió los brazos. Inspiró profundamente. Escuchó las olas rompiendo varios metros más abajo. Olió el mar. Saboreó la sal que impregnaba sus labios. Sintió la brisa en su cuerpo y la tierra fresca bajo sus pies desnudos. Vio el precipicio por el que iba a caer e imaginó su cuerpo volando por encima del borde y luego la caída viendo acercarse la muerte, su cuerpo golpeando contra las rocas, los huesos crujiendo, el dolor y luego la húmeda oscuridad del mar... Y dio un paso hacia atrás.
Siguió allí, parado, sintiendo, escuchando, oliendo, saboreando, viendo y pensando en todo aquello que sentía en aquel momento. Pensando en que era agradable. Que le gustaba todo aquello. Mucho... Dio otro paso hacia atrás y luego se sentó.
Pasó mucho tiempo allí sentado. Sólo sintiendo la vida.
Cuando comenzaba a anochecer se levantó. Se vistió y, lentamente, concentrado en cada paso, cada aliento, cada sonido, cada sensación caminó de regreso a la vida.

 

 

Karma

  El viejo monje observaba la delicada mariposa posada en su dedo. ‒Una vez fui como tú -le dijo-, y una vez tú fuiste como yo. Lo recuerdo ...