Frío
Lo que más extraña es el calor: el calor de las caricias, el calor de los besos, el calor de los cuerpos. El resto, la oscuridad, los gusanos, los insectos, la estrechez, la forzada inmovilidad, lo encuentra soportable pero el frío, sobre todo el intenso frío de su propio cuerpo, la ausencia de calor, de la ternura blanda de la carne viva y cálida... Si no fuera por eso, Marina sería feliz estando muerta.
Espía
En la minúscula habitación, el espía, nervioso, entrecerraba los ojos en un vano intento de proteger sus ojos de la intensa luz que iluminaba su rostro.
-Antes de nada permítame felicitarle -decía en ese momento la voz profunda proveniente de más allá de la luz-. No cabe duda de que su plan fue profundamente meditado, su estrategia casi perfecta y su disfraz, excelente. Se nota que su organización ha pasado mucho tiempo trabajando en este proyecto. A pesar de su fracaso debería usted sentirse orgulloso. Lamentablemente no tuvo usted en cuenta un par de pequeños detalles. ¿Quiere saber cuáles son? -desde el otro lado de la luz surgió una nube de humo gris, el espía se removió inquieto y se encogió de hombros, incómodo.
Tras un ligero carraspeo, la voz continuó del otro lado de la deslumbrante luz:
-Su primer fallo fue olvidar que el Jefe lo sabe todo y cuando digo todo me refiero a que sabe hasta el color de sus calzoncillos y, por supuesto, hasta el menor de sus pensamientos. Su segundo fue mucho más banal aún, un detalle mínimo en el que no se le ocurrió pensar porque nunca ha estado entre nosotros, un fallo que podría haber evitado con un buen baño antes de venir. Y es que, verá, los ángeles no huelen a azufre.
La sombra
Era una sombra, una sombra vaga y gris acurrucada contra la pared del sucio edificio. Encogida, envuelta en varias capas de mugrienta tela, tiritando a ratos, mirando al suelo siempre, pasaba el día. Un pañuelo amarillento recogía las pocas monedas que los transeúntes dejaban caer.
La sombra no hablaba, no gemía, no se movía, tan mimetizada con la pared que sólo el pañuelo sobre la acera revelaba su presencia. La gente no quería verla y ella ponía todo su empeño en complacerlos.
Tan buena llegó a ser en pasar desapercibida, que cuando murió nadie se percató de su muerte y las monedas, escasas, lentas, siguieron cayendo sobre el mugriento pañuelo.