jueves, 13 de marzo de 2014

Final


Era la mañana del día en que el mundo llegaría a su fin. Acababa de sonar el despertador y a Eduardo todo le parecía curiosamente igual al día anterior, aunque sabía que todo era dolorosamente diferente. A medida que salía del sopor los recuerdos, como menudas piezas de puzzle, ocupaban su lugar, las diferencias parecían crecer al tiempo que todo le parecía más idéntico.
Al asomarse al espejo del baño, bajo la misma luz de cada día, el rostro reflejado era, sin duda, su rostro, el mismo rostro de ayer, con sus mismos microsurcos, sus mismos lunares y su misma barba rebelde. Sin embargo, su mirada mostraba un atisbo de terror nuevo, de miedo desconocido, de incertidumbre forastera.
Su rutina mañanera se repitió con exactitud casi milimétrica, cada gesto reflejo del mismo gesto del día anterior, cada movimiento idéntico al de ayer: ducharse con agua templada, vestirse con parsimonia, desayunar con aire ausente. Sin embargo, a pesar de lo igual de la mañana, allí estaban las sutiles diferencias: el café más amargo, los bollos menos tiernos, el zumo más ácido, la mantequilla menos fresca, el periódico inexistente, la radio muda, la televisión ciega.
Desayunó, pues, como cada mañana aunque no fuera como cada mañana y luego, tomando su cartera, sus llaves y su abrigo, salió a la calle donde esa curiosa sensación de extraña normalidad o de anormal diferencia le siguió acompañando. 


El ajetreo callejero contribuyó a aumentar la insólita apariencia de normalidad, la gente andaba aprisa pero no más que cualquier otro día, serios, nerviosos, tensos pero eso, en una gran ciudad era el pan diario. La diferencia más evidente: los rápidos atisbos que todos -incluido Eduardo- dirigían, a ratos, hacia lo alto. No había histerismos porque no tenía sentido desaprovechar las últimas horas en medio de un ataque de nervios. No había saqueos porque era absurdo robar sino podrías disfrutar de lo robado. No había violencia porque todos estarían muertos en escasas horas. La gente, sorprendentemente, había optado por mantener  una frágil apariencia de normalidad ante lo anormal de la situación.
Los que tenían se reunían con sus familias, hacían comilonas, hablaban, recordaban y miraban al cielo, inquietos, de vez en vez.
Los solitarios, como Eduardo, habían llevado esa apariencia de normalidad al límite de continuar acudiendo a sus centros de trabajo. Más que a realizar sus ocupaciones habituales, a sentir la compañía de aquellos otros solitarios que no tenían a quien acudir.
Así había sido durante los últimos tres días y así sería también ese último. Eduardo llegó a su oficina, a la misma hora de siempre. Saludó a los tres compañeros que, como él, habían acudido a su puesto de trabajo y se dispuso a trabajar en los mismos informes y cuentas en las que trabajaba cada día. A media mañana se tomaron un café y charlaron un rato, como hacían siempre y luego volvieron a sus puestos de trabajo, como siempre. Las diferencias eran tan mínimas que podían ignorarlas sin problema: sólo eran cuatro de doce empleados, los teléfonos no sonaban, los emails no llegaban, el fax permanecía mudo y las impresoras no escupían folio tras folio pero ellos continuaban trabajando con un trabajo inútil y absurdo porque era la única forma que se les había ocurrido para combatir la soledad y enfrentar la muerte cercana.


El día transcurrió igual que cada día, con sus pequeñas desigualdades, fácilmente ignoradas por todos. Comieron juntos en el bar de siempre, ahora abandonado y solitario, llenando el silencio con sus voces y la soledad con su presencia. Juntos como cada día, solos como siempre, parlanchines, voceadores y bebedores como nunca.
La tarde transcurrió tan lenta y tediosa como siempre. Llegada la hora del cierre, a diferencia de días anteriores, no se despidieron. Los abrigos siguieron colgados de sus percheros. Las puertas se cerraron. Las ventanas se abrieron. Vaciaron un escritorio, acercaron sillas y sacaron botellas y vasos.
Repatingados en sus asientos bebieron vaso tras vaso, charlaron de esto y de aquello, callaron, siguieron bebiendo, recordaron, vieron ponerse el sol y esperaron, solos pero acompañados, a que llegara el final de aquel día tan idéntico y tan diferente al resto de días y, con él, el final de toda vida.



Y... bueno... que ya fue la presentación, que ya pasé mis nervios y que aquí os dejo, si a alguien le apetece, un enlace desde el que verla (os aviso que sólo me oiréis hablar en los dos últimos vídeos). Os pongo el primer enlace y ya veréis allí mismo que están todos los demás. Si alguien quiere un libro o bien puede esperar a que lo pongan a la venta en la web de la Editorial y en diversas librerías (no será en toda España) o bien, ponerse en contacto conmigo para que os lo envíen contra reembolso (mi email es: nannytataogg@gmail.com). Y casi olvido el enlace: VÍDEO PRESENTACIÓN hacéis clic ahí y ya :) .

2 comentarios:

  1. Qué pena que hayan esperado a ese último día para compartir soledades y darse cuenta que las diferencias, como muchas veces ocurre, son mínimas. Qué buen relato, cómo me gustó cuando lo leí, y cómo me sigue gustando.

    El lunes he quedado con Ultralas y por fin tendré en mis manos tu libro. Estoy tan nerviosa… :-)

    Besos y muchos abrazos.

    ResponderEliminar
  2. Mari Carmen Azkona: Así somos los humanos, tardamos mucho en darnos cuenta de según qué cosas y, a veces, cuando nos damos cuenta ya es demasiado tarde. Espero que te guste el libro... tenía que haberte dedicado el relato de Anastasio... bueno, dalo por dedicado :)

    ResponderEliminar

Yo ya he hablado demasiado, ahora te toca a ti...

Karma

  El viejo monje observaba la delicada mariposa posada en su dedo. ‒Una vez fui como tú -le dijo-, y una vez tú fuiste como yo. Lo recuerdo ...