domingo, 29 de noviembre de 2009

Sonrisa

Doña Engracia siempre sonreía. Doña Engracia -menuda, canosa, sonrosada- era toda una institución en el pueblo y tenía muchísima más influencia entre sus habitantes que todos los miembros de las fuerzas vivas de la zona. A su paso, los hombres se descubrían y las mujeres saludaban respetuosamente. Doña Engracia, inclinaba levemente la cabeza y sonreía.


La sonriente anciana se había ganado la consideración de todos no sólo por su longeva edad o por su sapiencia vital y su sentido común sino porque, además, era la persona que más sabía acerca de las brujas y de las diferentes formas de protegerse contra ellas. Y eso, en una comarca por la que corrían cientos de historias sobre hechizos, males de ojo, maldiciones, hechizos y demás -al parecer, y de manera inexplicable, esas tierras producían más brujas que productos agrícolas y ganaderos; vamos, que si las brujas se pudieran exportar esta habría sido, sin duda, la región más rica del país- añadía un plus de sabiduría y poder imposibles de superar.


Si en una granja moría algún animal de forma aparentemente inexplicable, o si la cosecha sufría algún contratiempo supuestamente incomprensible, o si algún miembro de la familia caía enfermo de manera, al parecer, misteriosa y repentina, la culpa, obviamente, la tenían las brujas y la solución, obviamente, la tenía la señora Engracia que acudía rauda, y sonriente, en ayuda de quien fuera.


¡Qué no sabría doña Engracia de ahuyentar brujas y reparar maldiciones diversas! Olía tanto a ajo que era fácil localizarla por el aroma de este bulbo -que, dicen, aleja a las brujas... y, añado, también a cualquier ser humano con olfato- antes de verla llegar con sus ropas -siempre del revés que eso también espanta brujas- y portando en sus bolsillos algún clavo oxidado y una herradura, siempre murmurando rezados y conjuros protectores.


Entrar en su casa era como entrar en un atiborrado puesto de productos esotéricos. Ristras de ajos colgaban de paredes y salientes, la sal blanqueaba las esquinas, junto a la puerta relucían unas tijeras abiertas, bajo el alfeizar de cada ventana se ocultaba un cuchillo, dos agujas formando una cruz habían sido clavadas en el umbral de la puerta. Imágenes de santos e ídolos paganos llenaban mesas, aparadores, armarios y estanterías. En fin, que aquella casa era un abigarrado batiburrillo de cualquier elemento que sirviera para rechazar a las brujas y al mal que ellas traen consigo: amuletos, talismanes y fetiches de diversas culturas y lugares del mundo se mezclaban desordenadamente por todos los rincones del hogar de doña Engracia... y de su sonriente persona.


No era extraño, pues, que fuera ella la máxima autoridad en el asunto, que a ella acudiera todo el pueblo en busca de ayuda o consejo, y que fuera la única persona con libre y completo acceso a cualquier casa de la población. Ella, doña Engracia, era el único ser humano capaz de enfrentarse a aquello que aterraba a sus vecinos, y salir en noches de aquelarre para vigilar los caminos de entrada al pueblo.



Y todo lo hacía con esa gran sonrisa en los labios. Esa enorme, perenne y misteriosa sonrisa...


¿Y por qué sonreía tanto doña Engracia?


Bueno, quizás sonreía porque se sentía muy querida por sus vecinos.


Pudiera ser.


Quizás sonreía por saberse respetada.


Es posible.


Quizás su sonrisa era de pura amabilidad y de pura generosidad.


Es bastante creíble.


Quizás era su forma de transmitir confianza a sus convecinos.


Pudiera ser una teoría admisible.


Cualquiera de esas podría ser una buena explicación... si no conocías la realidad.


Y la realidad era que aquella sonrisa era la sonrisa del estafador ante su víctima, la sonrisa del lobo que se ha colado en un rebaño de ovejas.


O, dicho con mayor claridad, la sonrisa de la señora Engracia era la sonrisa de la bruja que ha conseguido engañar a toda una comarca durante toda una vida. Una bruja que se ha librado de toda competencia y que campea a sus anchas por casas y predios, haciendo y deshaciendo a su antojo; siendo, de facto, la máxima autoridad en kilómetros a la redonda.



Era, en fin, la enorme, perenne, misteriosa sonrisa de la bruja más feliz que jamás haya existido.



domingo, 22 de noviembre de 2009

Venganza


Sentado en la oscuridad, acariciaba la pistola como si fuera una pequeña y dulce mascota.


Le gustaba su frío tacto.


Le gustaba lo que ella iba a hacer por él.


Se había pasado años rumiando su venganza. Imaginando cuál sería la mejor manera, la más atroz, de hacerle pagar todo el daño que le había hecho. Nada de lo que se le ocurría le parecía suficiente... hasta ahora.


Acercó el revólver a su mejilla pasándolo suavemente por su descuidada barba. Era un arma hermosa, peligrosamente bella. Tenerla en sus manos le hacía sentir bien, tranquilo, confiado en el futuro que se abría ante él.


Ella iba a ser el vehículo de su venganza.


Ella iba a ayudarle a resarcirse de tanto dolor.


Con ella daría el primer paso en el suplico de ese maldito canalla que le había destrozado la vida.


Le costó encontrar la forma que tomaría su venganza y ahora le parecía increíble que hubiera tardado tanto en encontrar la solución a su problema. Iba a perseguirle, a acosarle. Iba a hacerle la vida imposible. No dejaría que se olvidará de él ni de lo que le hizo, jamás.


Y su pistola iba a ayudarle a ello.


Introdujo el cañón en su boca, apretándolo contra su paladar.


Sólo tenía que cruzar la línea que separa la vida de la muerte y, entonces, su fantasma se convertiría en la sombra de ese infecto gusano.


Sonrió, se sentía feliz.


Su venganza estaba tan sólo a un paso.


Lentamente apretó el gatillo.


Un destello.


Una ensordecedora detonación.


El silencio.






jueves, 19 de noviembre de 2009

Lost in traslation


La dulce princesa y el encantador príncipe charlaban amigablemente sentados en el jardín de palacio.


La princesa hablaba sobre el dragón monomaníaco que, cada mes, venía al reino para intentar raptarla.


El príncipe la escuchaba inquieto y silencioso.


La hermosa princesa detuvo su charla para lanzar un lastimero suspiro y atusar su dorado cabello.


El príncipe aprovechó ese -sorprendente- momento de silencio para salir corriendo, dejando a la princesa boquiabierta y desconcertada.



Al cabo de una hora -o algo así- el príncipe regresó. Se plantó frente a la princesa de tal forma que los rayos del sol incidieran e hicieran brillar su plateada y refulgente armadura -los príncipes, ya se sabe, aman las apariciones efectistas-.


La princesa, usando su blanca mano como visera y guiñando sus azules ojos para poder mirar al príncipe, dijo con voz de fastidio:


-¿Qué haces así vestido, ya ha empezado la guerra mensual de mi padre?


-Oh, no, no se trata de la guerra. Me he puesto mi armadura para ir a luchar contra ese dragón.- Y diciendo esto, el príncipe adoptó una pose de lo más gallarda (bueno, eso pensaba él, la realidad es que quedaba un poco ridículo).


-¿Y por qué vas a hacer eso?


Porque tú me lo has pedido.


-¿Yo? ¿Cuándo?


-Bueno... antes... hace un rato... te quejabas del dragón... querías que te ayudara... ¿no?


La princesita frunció su níveo ceño y negó con la cabeza.


-No- dijo -. Yo no te he pedido ayuda, ni solución, ni nada.


El príncipe pareció confuso.


-Pero... tú... tú... dijiste que te molestaba... que estabas harta... que no lo aguantabas. Y, claro, yo... supuse... pensé... que querías que te solucionara el problema.


El muchacho se removía inquieto. La princesa frunció aún más el ceño.


-No quiero que me soluciones nada. No te he pedido que luches con el dragón. No necesito tu ayuda.


-Entonces... ejem... entonces... ¿por qué me has contado todo eso sino es para pedirme ayuda?


-Para desahogarme. Nada más.


El pobre príncipe parecía cada vez más perplejo. No entendía nada. Si una princesa te contaba un problema, él, como príncipe y caballero tenía que solucionarlo, tenía que acudir al rescate. A fin de cuentas, eso es lo que hacían los príncipes.


La princesa, sin embargo, estaba furiosa. Ella sólo quería compartir su preocupación con alguien, explayarse un poco, que alguien la consolara no que saliera corriendo a solucionar sus problemas. Ella era capaz de arreglar sus asuntos, no era ninguna niña. A fin de cuenta a todas las princesas les gustaba hablar y compartir sus problemas.


-Nunca entenderé a las princesas- dijo el príncipe.


-Nunca comprenderé a los príncipes- dijo la princesa.


Y se fueron, cada uno por su lado, murmurando y despotricando el uno del otro.





domingo, 15 de noviembre de 2009

Mascota


Esta mañana, al abrir las ventanas, se me coló una mosca.


Estaba allá afuera, mirándome, como si me estuviera esperando y, en cuanto vio un resquicio, se metió en casa, sin pedir permiso ni nada la muy mal educada.


Una vez dentro se dio un buen paseo por todas las habitaciones, una por una, como echando un vistazo rápido a su nuevo hogar.


Luego dio dos o tres vueltas en torno a mi marido que la despidió con un par de manotazos lanzados al aire lo cual, obviamente, no sentó nada bien a la mosca que se alejó de allí bastante ofendida.


A continuación se puso a girar alrededor de la cabeza de mi hija que, al igual que su padre, la despidió a base de manotazos y gritos. La pobre mosca, medio aturdida y bastante apenada vino a donde yo estaba y parece que le caí bien porque decidió adoptarme. De modo que durante todo el día la mosquita me ha estado siguiendo fuera donde fuera.


Si iba a la cocina, allá iba ella, volando a mi alrededor. Posándose en la lavadora o en el microondas y limpiando sus patitas mientras yo andaba ocupada preparando la comida o fregando. Si me sentaba a leer mi amiga, la mosca, se paseaba por las páginas del libro como si la muy boba pudiera leer lo que allí había escrito. Si me ponía a ver la tele, allá iba ella conmigo, se posaba en mi rodilla y hasta parecía interesada en las noticias y todo.


En fin, el caso es que me acostumbré a tenerla rondando a mi alrededor. La verdad es que, aunque parezca mentira, ese modesto insecto me hacía mucha compañía. En muy poco tiempo -un par de horas- nos volvimos inseparables mi mosca y yo. Era tan graciosa cuando se frotaba las patitas delanteras... Ya hasta había comenzado a enseñarle a comer de mi mano. Es más, estaba pensando en construirle una pequeña casita porque estaba a punto de tener descendencia.


Por eso me enfadé tanto con mi marido cuando la aplastó con el periódico. ¡Zas! De un golpe, acabó con mi pequeña amiga. Delante de mis narices. Fue muy cruel. Me queda el consuelo de que la pobrecita no sufrió porque, con semejante golpe, la muerte fue instantánea.


Mi marido dice que estoy loca porque le he obligado a preparar un sepelio de lo más solemne. La he metido en la caja de cerillas más bonita que he encontrado, hemos ido al rincón más bonito del parque y le he obligado a decir unas palabras. Después él se ha ido rezongando y diciendo no sé qué de loca maniática mientras yo me he quedado un ratito llorando a mi pequeña amiga.


Ya sé que es difícil de entender tanto cariño en tan poco tiempo a un ser tan insignificante pero es que me hacía tanta compañía... bueno, al menos me quedan sus huevos, debe haber más de cien. Yo cuidaré de sus hijitos, de todos, y de los hijos de sus hijos también.


Ah, sí, estoy segura de que ellos también me harán mucha, mucha compañía.



miércoles, 11 de noviembre de 2009

Apilando palabras

Apilando palabras sin sentido o con poco sentido. Apilando palabras porque sí. Apilándolas porque me gusta como quedan juntas. Apilando y jugando por pura diversión. No son relatos, no son poemas, no son nada más que palabras apiladas, unidas, amontonadas. Vamos, que me ha dado por hacer cosas raras, pobrecitos :D (Intento ponerme al día con los blogs y también intento responder los comentarios... aunque no siempre puedo).




Era un payaso tétrico, patético, hermético. Era un payaso dramático, esperpéntico, aristotélico, algo pitagórico y bastante ético. Era un payaso ecléctico y estético. Era un payaso higiénico y aséptico. Era un payaso anestésico, dialéctico y estático. Era un payaso emérito y ascético. Era, en fin, un payaso hecho a base de esdrújulos, poco agudo y nada llano.




Aprender de los robots la importancia de un calendario.

Admirar la sorpresa cotidiana de los paisajes pintados a lápiz.

Jugar a los espejos con Alicia.

Contemplar un rayo de sol nadando en el lago.

Escuchar a un gato haciendo rimas.

Sentir unas alas ocultando la pena.



Frases cultas, frases melancólicas, frases superficiales, frases insultantes, frases locas, frases divertidas, frases brutales, frases originales, frases copiadas, frases profundas, frases sin sentido, frases sin sonido, frases célebres, frases anónimas, frases inútiles, frases poéticas, frases susurradas, frases gritadas, frases ignoradas, frases románticas, frases embusteras, frases embaucadoras, frases verídicas, frases gratificantes, frases asertivas, frases dubitativas, frases acusadoras, frases absolvedoras, frases erróneas, frases pacíficas, frases guerreras, frases ciertas, frases tímidas, frases atrevidas... frases... frases... frases... ¿Cuáles me dejo? ¿Cuáles olvido?



Se sentaba a contemplar la luna. Cada noche.

Se bañaba en sus rayos plateados. Cada noche.

Soñaba con ella. Cada noche.

La buscaba en ríos, lagunas, mares y charcos. Cada noche.

La buscaba en ventanas, espejos y cuadros. Cada noche.

La amaba, la odiaba, la seguía, la huía. Cada noche.

Era su tortura y era su vida. Era su pena y su alegría.

La amaba y la odiaba. La temía y la deseaba.

Cada noche.

Era un lunático.

Siempre lo había sido.

Siempre lo sería.

La luna era su obsesión, su manía, su ilusión, su alucinación, su paranoia, su neurosis, su esquizofrenia.

Y vivía por ella y para ella... cada noche.


viernes, 6 de noviembre de 2009

Tres historias, diez palabras...

Hace unos días, saltando de blog en blog tropecé con un listado de diez palabras y se me ocurrió retarme a mí misma a escribir un pequeño relato usando esas diez palabras. Y, para mi sorpresa, conseguí escribir no uno sino tres pequeños relatos. Aquí está el resultado de mi pequeño experimento. Me resultó tan divertido que amenazo con volver a repetirlo. ¿Alguien más se atreve a intentarlo? Las palabras son las siguientes: mariposa, reverberante, laguna, almohada, alféizar, barroco, cascada, albores, girasol y cerúleo.


El resultado podéis verlo a continuación:


Ensoñación


El lento y reverberante tañido de la campana sobrevuela la cerúlea laguna. Una delicada mariposa revolotea en un rayo de sol que ilumina el alféizar de una de las ventanas más altas del barroco palacio. Sobre la blanca almohada una melena rubia se esparce en dorada cascada ocultando a medias una dulce y sonriente carita que, al sonido de la puerta al abrirse, se gira como un radiante girasol hacia el padre que lleva meses sin ver.


Baja corriendo de la cama, salta hacia sus brazos... y se despierta justo en el momento en que iba a sentir sus brazos alzándola.


Su felicidad se apaga cuando apenas estaba en sus albores mientras le llega el lento tañido de la campana y la delicada mariposa, indiferente, revolotea en un rayo de sol.



Comienzo


La mariposa volaba sobre la reverberante laguna. Mientras, la mujer, con la almohada apoyada sobre el alféizar barroco, contemplaba la cascada de luz que, en los albores del nuevo día, caía sobre el girasol plantado en el cerúleo tiesto.


Comenzaba un nuevo día.


Él se había alejado de su vida.


Ella era, por fin, feliz.


Despedida


La pequeña mariposa, posada sobre un brillante girasol, parece contemplar ensimismada la reverberante luz que, en estos primeros albores del día, es reflejada por las quietas aguas de la laguna.


Unas pequeñas flores rojas caen en cascada desde el alféizar de una ventana cercana. El pequeño jardín barroco parecía brillar bajo el cerúleo cielo.



Desde su almohada, la anciana gira trabajosamente su cabeza hacia la brillante luz que comienza a iluminar su oscura habitación. Sonríe levemente y, lanzando un último suspiro, cierra sus ojos para siempre.





Karma

  El viejo monje observaba la delicada mariposa posada en su dedo. ‒Una vez fui como tú -le dijo-, y una vez tú fuiste como yo. Lo recuerdo ...